Isabel Hungría, correctora de textos
El uso del lenguaje bélico en medio de la pandemia y la crisis por el coronavirus develan la relación que tenemos con el poder.
«Estamos en guerra y necesitamos un plan militar”, exhortaba el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, el 4 de abril, al mandatario Donald Trump.
Días antes, el 16 de marzo, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, había dicho algo similar: “Estamos en guerra, no contra otra nación ni contra un ejército. Es una guerra sanitaria, pero el enemigo está allí y avanza”.
El 12 de abril, Pedro Sánchez, presidente de España, se decantaba por una frase parecida: “El día en que venzamos esta guerra, porque la vamos a vencer, necesitaremos todas las fuerzas del país para vencer la posguerra”.
¿Qué tienen en común estas tres expresiones?
La metáfora belicista.
El lenguaje es uno de los medios con el que se transmite la concepción del mundo, un elemento social que permite interactuar con las personas, por ello el sesgo belicista que imprimen las autoridades planetarias al covid-19 y sus efectos resulta nocivo.
Ese tono marcial puede incitar al ciudadano común a apedrear el chifa de la esquina o a denunciar a personas caritativas por la invasión de una vereda. ¿Qué más da? “Estamos en guerra”.
El campo semántico vinculado con la guerra eclipsa diariamente la comunicación.
De ahí que la emergencia sanitaria esté salpicada de expresiones belicistas como victoria, batalla, enemigo, combate o primera línea.
Además, cada vez que algún ciudadano se otorga licencia para convertirse en soplón-espía sin el peso de la culpa que eso supone vemos cómo las metáforas bélicas y la vigilancia a la que estamos sometidos se retroalimentan mutuamente.
Y como contrapunto se está romantizando la guerra porque el confinamiento permite, entre otros lujos, estar en casa cómodamente hablando por Zoom mientras se disfruta de una copa de vino.
“Usamos constantemente metáforas de lucha para muchas cosas. Hasta luchamos contra el sueño. Pero resultan contraproducentes. Por ejemplo, a los pacientes con cáncer les están proponiendo que luchen activamente contra algo que escapa a su control. Eso genera frustración, porque no depende de ti”, sostiene Elena Semino, lingüista británica que viene censurando desde hace algunos años el uso de metáforas bélicas en el ámbito de la salud.
El paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga propone, ante esta coyuntura, el uso de la metáfora del incendio.
“El fuego comparte con la epidemia el ser un fenómeno natural, que tiene focos. Hay un incendio y tenemos que proteger espacios saludables. El incendio tiene ya un punto de alarma suficiente, que sirve para la concienciación”.
Pero no solo Semino y Arsuaga se resisten al uso de metáforas épicas sino también un grupo de historiadores que propalan la idea de que “si se sigue hablando del coronavirus como si fuera una guerra vamos a perderla y no se trata de eso sino de aprender a convivir con el virus”.
No se puede, además, batallar estando quietos; en tiempos de confinamiento esa dicotomía es frustrante.
Susan Sontag escribía en El sida y sus metáforas que “el abuso del lenguaje bélico era inevitable en una sociedad capitalista en la que no cotizan al alza las consideraciones éticas. El lenguaje guerrerista permite reclamar los mayores sacrificios, incluso la pérdida de la libertad individual”.
Pero el vocablo guerra no solamente permea las ruedas de prensa sino también los impases diplomáticos que se vienen presentando entre los diferentes países por causa de las mascarillas y el material médico.
El ministro de Salud alemán, Jens Spahn, declaró que se está produciendo una “guerra por máscaras médicas” a nivel internacional.
Lo dijo en alusión a lo sucedido el 3 de abril cuando Estados Unidos confiscó las mascarillas que Alemania le había comprado a Bangkok.
Esa arbitrariedad se extrapoló a los Estados Unidos entre los estados y el gobierno federal.
Tres millones de mascarillas compradas por el estado de Massachusetts fueron confiscadas por una agencia del gobierno federal no identificada en el puerto de Nueva York.
Qué más da, “estamos en guerra”. “Este será nuestro momento Pearl Harbor, solo que no será localizado en una ciudad o un estado”, manifestaba hace pocos días Jerome Adams, cirujano general de EE. UU. en una entrevista con la cadena Fox News en la que abordaba la trayectoria de la curva.
El ataque a Pearl Harbor, aclaremos, fue una decisión que se tomó deliberadamente y los acontecimientos sucesivos también.
Ni el virus ni las palabras conocen de límites, de ahí que el lenguaje épico arribara a Ecuador de la mano de Cynthia Viteri, quien manifestó hace dos semanas, no sin contundencia, que al pueblo pacífico de Guayaquil le había caído una bomba desde el aire, tal como pasó en Hiroshima, en el corazón de la ciudad.
Más adelante dijo, en la misma entrevista, que la actitud de los guayaquileños para enfrentar el coronavirus era propia de los valientes espartanos.
Si bien la ciudad de Guayaquil ha registrado un exponencial número de personas fallecidas por efectos de la pandemia, las declaraciones de la alcaldesa, lejos de invitar a la introspección, caricaturizaron una lamentable y dolorosa realidad.
La canciller alemana Ángela Merkel, una de las políticas más prolijas en el tratamiento de la pandemia, hizo también una analogía entre epidemia y guerra al mencionar en una de sus intervenciones a Roosevelt y Churchill.
“Estamos ante el mayor desafío desde 1945, el problema es que no tenemos un Roosevelt o un Churchill, sino un Trump que califica su propia gestión como buena al calcular la cifra de muertos en EE. UU. en 100.000”.
Así es como se va posicionando el discurso belicista, desconociendo la gestión de epidemiólogos con sus microscopios y enalteciendo la labor de generales con sus largavistas.
Tal referencia nos recuerda que Sor Juana Inés de la Cruz, Luis Eduardo Aute y Marcos Mundstock no fueron soldados ni tuvieron la intención de serlo, por eso murieron en tiempos de peste sin haber disparado una sola bala. CP